miércoles, 23 de diciembre de 2015

El País de los Piquetes

Vivimos en un país donde los noticieros avisan que todos los accesos a su capital están libres con la misma sorpresa que ante la llegada de un plato volador. Donde los locutores de radio comentan cada mañana, con el pronóstico del tiempo, qué autopistas están cortadas. En el que los automovilistas están acostumbrados a improvisar caminos alternativos ante protestas inesperadas, y donde en los vagones es un tema común de debate entre desconocidos qué colectivos hacen recorridos parecidos cada vez que una manifestación toma las vías.



Están, por un lado, quienes insisten en el derecho a peticionar y a manifestar sus ideas, y por el otro quienes defienden la libertad de circulación. Yo prefiero, antes que buscar soluciones fáciles, insultar a los manifestantes o refugiarme en discursos monolíticos, tratar de entender por qué, desde hace casi dos décadas, los piquetes son parte de las rutas argentinas.

Según las crónicas, el primer piquete de la historia fue en 1996, en Cutral-Có, cuando ante el alto desempleo que había provocado la privatización de YPF unos 30.000 vecinos fueron a cortar la ruta intentando ser escuchados por las autoridades. Es difícil creer que acercando sus reclamos por las vías normales habrían tenido idéntica respuesta. Es decir: si le escribían una carta al gobernador y se quedaban esperando en sus casas casi seguro no habrían tenido soluciones, pero cometiendo un delito como es cortar una ruta no sólo no fueron desalojados, que es lo que marca la ley, sino que consiguieron un hospital y la reconexión de la electricidad y del gas de aquellos que no podían pagar los servicios, entre otras concesiones.



Con la crisis de 2001 los piquetes se multiplicaron. Pasaron a ser una forma de canalizar reclamos muy eficaz. En un país "normal" quien corta una autopista termina detenido, pero en Argentina le solucionan sus problemas. Pasamos a tener dos leyes: la que está en los papeles, pero que en la práctica está desvirtuada ante innumerables vallas kafkianas, y la ley de la selva, donde el que puede reunir 50 personas para cortar una calle y tiene contactos en los medios consigue una entrevista con un ministro.

Los piquetes son un síntoma de un problema más profundo. Reprimirlos sin un cambio en la justicia y la administración que lleve a juicios más ágiles y funcionarios más cercanos a los reclamos es esconder el problema bajo la alfombra.


El desafío es enorme, pero si realmente se quiere ir a las causas y no a las consecuencias se necesita un debate amplio donde, más que buscar diferencias, se parta de consensos. Sí, suena raro, pero estoy seguro de que tanto el chofer que se enfurece cada vez que debe cambiar su itinerario como el trabajador despedido que sale a cortar la ruta están más de acuerdo de lo que piensan, y en el largo plazo no están en dos veredas enfrentadas sino en la misma. Puede parecer obvio, pero el gran objetivo, al que pocos se negarían a adherir, es llegar, de acá a diez años, a contar con jueces y funcionarios que resuelvan los conflictos antes de que desborden, y no como ahora, que muchas veces ignoran a quienes actúan por las vías formales mientras reaccionan recién ante la emergencia, premiando a quien obstruye el tránsito. Busquemos la forma de llegar a esa meta en vez de dividirnos por una discusión que, dicho sea de paso, no existe en ningún país desarrollado.

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