sábado, 7 de marzo de 2009

La Caída de Grecia

Desde montañas de papiros hasta terabytes de páginas virtuales, pasando por plétoras de pergaminos y libros, se ha escrito sobre la caída de Grecia tras la ocupación macedonia y luego romana. Sin embargo, esta decadencia política es imposible de entender sin su raíz, cultural.


Como bien se sabe, las dos grandes polis helenas, con espíritus claramente diferenciados, fueron Esparta y Atenas. La primera ha sido descripta como un campamento militar, con hombres disciplinados en grado sumo y capaces de enfrentar los peores tormentos en pro de la patria. La segunda, eje de los adelantos griegos, acunó los primeros atisbos de democracia y, abrigando una población muy culta para aquellos tiempos, supo desarrollar un ambiente favorable a la filosofía, la retórica y ciencias diversas.


Pero, como es de esperar, no en toda Grecia abundaban los hombres virtuosos. En Beocia las gentes eran muy ignorantes y soeces, al punto de que fueron pocos los hijos ilustres de esta tierra. Ni hablar de Corinto, puerto donde las cortesanas llegaban a poseer influjos insospechados y reinaban la suntuosidad, la lujuria y el ocio.


En aquella ciudad de hombres instruidos, lentamente, comenzaron a llegar inmigrantes beocios. En un primer momento fueron objeto de las peores burlas, pero paulatinamente empezaron a ser aceptados y hasta admirados por los más jóvenes. Los adultos, por su parte, poco trataron de persuadirlos de que continuaran con su modus vivendi. El que proponían los beocios era mucho más sencillo: nada de estudios ni de debates en las asambleas. A medida que esta generación fue tomando las riendas de la ciudad, el interés por la cultura cayó en relación inversa. Se dejaron de construir nuevos edificios monumentales, y los antiguos dejaron de mantenerse como era debido. Los frontones del Partenón les despertaban un interés menor que las margaritas a los puercos. Es una falsedad total la versión de que fueron los venecianos quienes destruyeron y robaron elementos de la Acrópolis; fueron los mismos atenienses, ceñidos con el cíngulo de la ignorancia, quienes cometieron semejantes atropellos. Unos pocos alzaron su voz contra semejantes errores, pero sólo les valió caer en ridículo ante los ojos de los demás.


Esparta no corrió una mejor ventura. Algunas cortesanas corintias se dirigieron a esta ciudad y embelesaron a sus mejores estrategas, quienes dejaron de atender sus resposabilidades militares. Ante este ejemplo y la carencia de controles, los jóvenes empezaron a darse una vida cada vez más holgada. Faltaban a las concentraciones y no olvidaban practicar un solo vicio. El modus vivendi de sus abuelos, e incluso de sus padres, lejos estaba del de ellos. El sacrificio, los ejercicios y la temperancia fueron reemplazados por el ocio, las fiestas y los excesos.


Ni Delos, la tierra sagrada, pudo resistir en la roca firme. Sus sacerdotes, combinando los defectos de beocios y corintios, se volvieron ignorantes y licenciosos. Las oraciones fueron reemplazadas por mujeres; las celebraciones, por orgías; las lecturas dieron lugar a los chismes; las clases, a conversaciones intrascendentes. Hasta la misma pitonisa abandonó sus solemnes tareas. Le resultaba más cómodo dejar a una farsante, salir a recorrer las distintas ciudades y entregarse sin más al ocio que cumplir con sus funciones santas.


Fue en este lar otrora sacro donde recibió su última estocada la civilización griega. Un sacerdote que ni leer sabía borró aquella memorable sentencia de gnôthi seautón, que había iluminado por centurias a los más ilustres hijos de la Hélade. Más tarde, un soldado romano, con martillo en mano, grabó una nueva frase. Escribió karppe dien.

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