lunes, 4 de abril de 2011

Me equivocaba




Julio López, Carlos Fuentealba y, más recientemente, Mariano Ferreyra supusieron un cambio en mis percepciones sobre la vigencia de la libertad de expresión en Argentina. Hasta entonces veía a los tiempos en los que podía costar caro manifestar las ideas propias como épocas sepultadas con el retorno de la democracia. Me equivocaba.

Me equivocaba, y mucho. Porque hasta hoy puede tener consecuencias trágicas animarse a declarar en un juicio donde intereses ocultos sean tocados. Porque hasta hoy puede ser que, como en aquellas épocas, una manifestación pacífica sea agredida con violencia por la policía. O, en triste analogía con los sindicalistas entregadores del Proceso, que el papel del verdugo sea desempeñado por grupos de coacción organizados por turbias dirigencias gremiales.

Puede costar caro animarse a hablar, pero no puede costar la vida. Todos ellos y muchos otros cuyos nombres tal vez nunca trasciendan viven en cada persona que, conociendo los riesgos de expresarse, se animan. Se animan a la albañilería de las palabras, como Julio; a la química del compromiso, como Carlos; al estudio de un mundo mejor, como Mariano.

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